lunes, 16 de julio de 2012

Noche estrellada.


—Al escenario subiste un poco "duro" —me dijo el Negro, ya más suelto con una sonrisa franca.
—Pero sólo duro por los nervios.
—¿Por qué? ¿Porque sos careta o porque no tenés plata?
—Digamos que porque en esta ciudad de mierda aún no tengo amigos.
—¡Ahhh! —dijo él—. Sos de los que no compran. De los que aceptan de los amigos.
—Muchas veces también de los enemigos.

El Negro me miró de reojo por dos segundos. Serenamente serio. Luego volvió a clavar la mirada en la ruta. La noche estaba estrellada, pero estábamos atravesando un paisaje boscoso y de montaña, por los tanto, todo era muy oscuro.

—Está todo bien —dijo el Negro sin sacar los ojos de la ruta a la que conocía perfectamente.
—¿A dónde vamos? —le pregunté sin miedo, sólo para saberlo.
—A la casa de unos amigos. Te vamos a convidar con lo que quieras. Para empezar, ¿qué te parece un porro?
—Para empezar no. Para seguir... El whisky estaba bueno, y un porro me parece mejor.

El Negro despegó un imán del tablero que tenía una estampa pequeña de San Cayetano y del otro lado de la imagen, con una cinta scotch, estaban pegados dos porros, blancos, gorditos, y graciosos.

—Decime una cosa, ¿pega fuerte o manso? —le pregunté, como pidiéndole un favor, para saber como debía fumarlo.
—¿Por qué me preguntas? ¿Estás medio volado ya?
—No, no estoy. Soy. Y tengo que cuidarme un poco.
—Bueno, entonces cuídate. Yo no puedo cuidar a nadie.

En el momento en el que el Negro dijo eso, empezaron a asomarse mis cuervos y escuché a uno de ellos que me decía: "me parece que el recreo terminó".

Cuando fumo al aire libre, no aparecen los cuervos, pero el aire estaba libre. Yo no.

El paisaje oscuro era imponente y se hacía mucho más hermoso con el correr del humo por mi cabeza. Yo lo disfrutaba, pero sólo hasta el límite de mi campera. De alguna manera, creo que el Negro lo intuía, entonces decía:

—Está todo bien, está todo bien.

Y me lo decía realmente contento.




Iconos.


Tal vez mientras escribo tú estés dormida, pero aún así estás en forma de luna blanca resplandeciente. Escribo a las doce porque es mi escudo contra los engaños. Dicen que las personas dejan de mentir cuando es media noche y dejan de mentir porque el miedo a lo que digan las estrellas es exhuberante, lo que le puedan ir a decir a las personas en su brillo, en su luz. Tantas iluminando un cielo tan pequeño hasta sospechoso parece.

Dicen también que a esta hora, luna, enamoras, seduces. Luna que dejas mis poemas a medias, no es que te culpe pero me distraigo con tu recuerdo. Te tengo iluminando mi sueño. Astro tan noble, embriágame con tu brillo, embriágame con tu luz.
Hazme sentir amado.


— Yafté Gómez.



jueves, 12 de julio de 2012

Octubre.

Estoy sentado viendo pasar a Octubre, estamos casi en sus finales. A Octubre se le ve pasar sentado porque es muy lento para caminar. Así es como hay que ser. Hay que imitar el lento transitar de Octubre. Así lo hago. Atravieso la ciudad en un lento andar porque sé disfrutar del camino y observar todo a mi alrededor. Llevo un nuevo libro bajo el brazo, acabo de salir de la librería y es cuando me asaltan esas sensaciones que el viejo Octubre siempre trae. Octubre es el mes del silencio, de la melancolía -en esto compite con el hermano Noviembre-, de la soledad, en la mayoría de los casos.

Estaba en la ciudad de los malditos, o así llamo yo a mi natal ciudad -que, curiosamente, esta vez no le veía nada de maldita, sino de melancolía-. Parecía que un velo invisible la cubriera, haciéndola ver más sombría y triste de lo que ya me parecía.

Me encontraba en el parque, sentado bajo una banca y observando las hojas de los árboles meciéndose con el viento. Algunas hojas se soltaban y se mecían en el frío -melancólico- viento de Octubre. Tenía los auriculares puestos y me dejaba llevar por el ritmo del blues. Lay down wassy, de Heymoonshaker.

Me había recargado contra la banca y cerré los ojos con desgano, sintiendo el viento en mi rostro y respirando aquel aire viciado, aire cargado de tristezas, de rompimientos. Aire cargado de abandono.

—Desea un pésimo día a Octubre —dije—, pero Octubre sabe que es parte del camino, que no hay de que preocuparse porque todo estará bien. Sabe que un mal augurio no le pueden dar, después de disfrutar el camino y hacernos esperar, llega Octubre con sus lluvias, que fueron causadas por el canto de algún jilguero. —Susurré alzando la vista al firmamento bajo una ligera llovizna, acompañada de una lluvia de frescas hojas otoñales—. Finalmente llega Noviembre con la promesa silenciosa de una proóxima temporada navideña, y la espera vuelve a empezar. Ahora tenemos que sentarnos una vez más a esperar el regreso de Octubre, para consolarlo después de que el jilguero se ha guardado una vez más los cantos para él.



—Alguien en algún lugar.




domingo, 1 de julio de 2012

La bailarina y el soldado.

La noche había llegado trayendo consigo un extraño  soplo, un viento frío que sacudía las copas de los árboles, un frío que calaba hasta los huesos y que, cada noche, atravesaba aquellas tierras de nadie hasta una pequeña cabaña sumida en el abandono. El viento golpeaba suavemente las paredes de aquella vieja cabaña y se filtraba entre la madera hasta su interior. El polvo volaba de entre todos los cachivaches que se encontraban apilados en las esquinas, en el suelo y en todas partes; tirados o en cajas, no importaba.


Aquel lugar parecía un basurero. La luz del sol apenas entraba durante los días, le daba a la atmósfera un color amarillento debido a las láminas casi transparentes y al plástico que formaba parte de las paredes de la cabaña, los cuales se habían añadido para tapar las áreas donde la madera no había logrado llegar.


Aquella cabaña olía a polvo, a humedad y la basura estaba por doquier, todo se encontraba bajo una gruesa capa de polvo. Barriles por todos lados, cajas de cartón en putrefacción, estantes viejos con madera carcomida. Todo estaba lleno de juguetes, de ropas, viejos libros y fotografías, pero de entre toda la porquería y chatarra que había en el lugar, había un objeto que sobresalía de la habitación: una caja musical. La caja se encontraba sobre un barril, al centro de la habitación, y cada noche cuando aquel misterioso viento soplaba, la caja musical -con forma de una carpa de circo o un carrusel- comenzaba a girar emitiendo una maravillosa y suave música que la hacía abrirse ligeramente, dejando entrever su interior.


De entre los espacios de la caja se veía una diminuta figura femenina, una bailarina de ballet que, al compás de la música, comenzaba a girar hasta que la misma cobraba vida y seguía el ritmo a su propio deseo.


Y desde las sombras, entre los estantes, se asomaba un muñeco de plástico, mal fabricado, un soldado. Sus ropas desgarradas por el tiempo y el olvido. El muñeco se acercaba al borde de aquel alto estante tanto como le era posible y todas las noches era hechizado por el baile de aquella bailarina, que seguía con los ojos y anhelaba poder estar a su lado.


—Una noche, una noche podré salir de aquí y te iré a ver. —Susurraba, convencido de que así sería. en su mente -¿tiene?- imaginaba aquel momento perfecto con aquella muñeca que sólo se dedicaba a bailar ajena a lúgubre de la cabaña.
Así pasaron varias noches hasta que una en especial, cuando el viento sopló, se sentía diferente. Traía ese olor a final, ese olor a un adiós. Traía consigo el olor  del término. Aquel soldado entonces se acercó al borde y observó lo que él sabía sería el último baile de su silenciosa amada.


La bailarina bailó, y bailó. Bailó una danza exótica nunca antes vista que terminó por robar el corazón del soldado -¿tiene?-. Él suspiró y la observó hasta el amanecer, cuando la muñeca cerró los ojos dedicándola una última sonrisa. Se paró en un pie y extendió una mano al aire hasta congelarse en su lugar, la caja se cerró y todo quedó sumido en el silencio con los primeros rayos del sol.


—Adiós —susurró el soldado.


Esa noche, el soldado salió de entre las sombras de nuevo a esperar la aparición, el milagro. En su 
interior sabía que no aparecería pero se negó a asimilarlo. Se quedó esperando aquella milagrosa brisa pero aquel viento no llegó. El soldado de plástico se quedó cerca del borde del estante esperando una canción que nunca vino. Así que se sentó al borde a esperar, y así pasó noche tras noche, día tras día, esperando una bailarina que nunca jamás habría de aparecer. Él lo sabía, pero por siempre la esperaría.


Y sin más, se sumió en el olvido.


—Alguien en algún lugar.