La noche había llegado trayendo consigo un extraño soplo, un viento frío que sacudía las copas de los árboles, un frío que calaba hasta los huesos y que, cada noche, atravesaba aquellas tierras de nadie hasta una pequeña cabaña sumida en el abandono. El viento golpeaba suavemente las paredes de aquella vieja cabaña y se filtraba entre la madera hasta su interior. El polvo volaba de entre todos los cachivaches que se encontraban apilados en las esquinas, en el suelo y en todas partes; tirados o en cajas, no importaba.
Aquel lugar parecía un basurero. La luz del sol apenas entraba durante los días, le daba a la atmósfera un color amarillento debido a las láminas casi transparentes y al plástico que formaba parte de las paredes de la cabaña, los cuales se habían añadido para tapar las áreas donde la madera no había logrado llegar.
Aquella cabaña olía a polvo, a humedad y la basura estaba por doquier, todo se encontraba bajo una gruesa capa de polvo. Barriles por todos lados, cajas de cartón en putrefacción, estantes viejos con madera carcomida. Todo estaba lleno de juguetes, de ropas, viejos libros y fotografías, pero de entre toda la porquería y chatarra que había en el lugar, había un objeto que sobresalía de la habitación: una caja musical. La caja se encontraba sobre un barril, al centro de la habitación, y cada noche cuando aquel misterioso viento soplaba, la caja musical -con forma de una carpa de circo o un carrusel- comenzaba a girar emitiendo una maravillosa y suave música que la hacía abrirse ligeramente, dejando entrever su interior.
De entre los espacios de la caja se veía una diminuta figura femenina, una bailarina de ballet que, al compás de la música, comenzaba a girar hasta que la misma cobraba vida y seguía el ritmo a su propio deseo.
Y desde las sombras, entre los estantes, se asomaba un muñeco de plástico, mal fabricado, un soldado. Sus ropas desgarradas por el tiempo y el olvido. El muñeco se acercaba al borde de aquel alto estante tanto como le era posible y todas las noches era hechizado por el baile de aquella bailarina, que seguía con los ojos y anhelaba poder estar a su lado.
—Una noche, una noche podré salir de aquí y te iré a ver. —Susurraba, convencido de que así sería. en su mente -¿tiene?- imaginaba aquel momento perfecto con aquella muñeca que sólo se dedicaba a bailar ajena a lúgubre de la cabaña.
Así pasaron varias noches hasta que una en especial, cuando el viento sopló, se sentía diferente. Traía ese olor a final, ese olor a un adiós. Traía consigo el olor del término. Aquel soldado entonces se acercó al borde y observó lo que él sabía sería el último baile de su silenciosa amada.
La bailarina bailó, y bailó. Bailó una danza exótica nunca antes vista que terminó por robar el corazón del soldado -¿tiene?-. Él suspiró y la observó hasta el amanecer, cuando la muñeca cerró los ojos dedicándola una última sonrisa. Se paró en un pie y extendió una mano al aire hasta congelarse en su lugar, la caja se cerró y todo quedó sumido en el silencio con los primeros rayos del sol.
—Adiós —susurró el soldado.
Esa noche, el soldado salió de entre las sombras de nuevo a esperar la aparición, el milagro. En su
interior sabía que no aparecería pero se negó a asimilarlo. Se quedó esperando aquella milagrosa brisa pero aquel viento no llegó. El soldado de plástico se quedó cerca del borde del estante esperando una canción que nunca vino. Así que se sentó al borde a esperar, y así pasó noche tras noche, día tras día, esperando una bailarina que nunca jamás habría de aparecer. Él lo sabía, pero por siempre la esperaría.
Y sin más, se sumió en el olvido.
—Alguien en algún lugar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario