lunes, 11 de junio de 2012

Un Escritor (Otro).



Sus labios poco a poco descendieron por su mentón, bajaron poco a poco hasta su cuello. Ella susurró un suave "te amo" cuando...

—Mierda, no. Intentemos de nuevo.

Sus manos se deslizaron por su espalda, remarcando el camino de su espina hasta la parte baja de su cintura en un ir y venir simultáneo de sus dedos. Sus respiraciones agitadas, el ir y venir de su pelvis en un vaivén que...

—Mierda, tampoco. —Refunfuñó.

Una a una las hojas volaban de la máquina de escribir, eran estrujadas en sus manos y lanzadas al bote de basura a sus espaldas, compresas en una perfecta forma circular. Tomó una bocanada del porro que sostenía con debilidad sobre sus labios, dejando escapar el humo por su nariz mientras una nueva hoja era colocada en el lugar donde, segundos antes, su sucesora se había encontrado.

Noche tras noche escribir era una nueva historia, al menos un cuento corto para aquellas revistas de pacotilla era casi una tortura, y su novela seguía inconclusa en alguna parte del libro de su habitación, esperando ser continuada. Una biografía plasmada entre hojas mezlcadas de ciencia ficción, drama y comedia, una obra maestra, sin ninguna duda.
Pero no podía continuar, tenía que sentarse noche tras noche para traducir canciones, escritos, textos de un idioma a otro: francés, latín, español e inglés o escribir cuentos pequeños que le dieran un sustento, todo para revistas que le pagarían un sueldo mísero, pero que necesitaba.

Pasó sus manos por la cara, frotándola con desgano y estrés. Para ese momento el porro había llegado a su fin, dio su última calada y lo apagó en la esquina de la mesa, lo lanzó al bote de basura y arrastró las cenizas al suelo con las falanges de sus dedos. Estaba frustrado, cansado, irritado. Isabella, su musa, poco a poco parecía llegar a su fin. Después de tantas historias escritas sobre ella las ideas poco a poco llegaban a su fin; pero él no podía dejar que eso ocurriera, no. Dejarle de escribir era dejarle ir, dejarle ir era dejar de recordar, dejar de recordar a alguien es dejar de existir.

—Existimos mientras alguien nos recuerde.

Esa era la razón de porque escribía de ella, a todas horas, en sin fín de historias, de anécdotas, dibujos de ellas en bancas, mesas, servilletas, tranvías y letreros en la calle. Ella existió, existía y seguiría existiendo, inmortalizada entre sus páginas. Así que robó un porro de la gaveta de Blatch, en silencio. Lo encendió y soltó una bocanada de humo contra el vidrio de la ventana, dejándose bañar por la luz de la luna.

—Creo saber todo de ti. Sé que el día de pronto se te hace noche. Sé que sueñas con mi amor, pero no lo dices. —recitó a Benedetti en silencio, apenas una oración entre labios—. Sé que soy un idiota al esperarte, pues sé que no vendrás. Te espero cuando miremos al cielo de noche: tu allá, yo aquí, añorando aquellos días en los que un beso marcó la despedida,quizás por el resto de nuestras vidas.

—Y sé que no vendrás. —Concluyó.

Volvió a su asiento, su escritorio pulcro y limpio, todo perfectamente acomodado y la hoja en blanco en espera de ser utilizada, o desechada. Tomó una segunda bocanada del porro y acomodó los lentes sobre su nariz.

—Y ella era... —comenzó a escribir. Sí, hoy era una de esas noches, noches de Isabella. Noches de camisones, de juegos en solitario. Noches de melancolía: noches de ella.


— Alguien en algún lugar.



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