lunes, 30 de abril de 2012

Historia de un psicópata

Ella:

Cuando entré a la habitación él se encontraba en el rincón más oscuro. Ya estaba acostumbrada a encontrarlo ensimismado, atrapado en su melancolía y no se fijara en mí. Tampoco es que me importara demasiado; estaba acostumbrada a ser la segunda en todo. Ser segundo es mejor que ser tercero, o cuarto, o ni si quiera ser de importancia. Me quité los tacónes y los dejé junto a la puerta. Me gustaba imaginarme siendo una bailarina con mucha clase y danzar por la alfombra practicando los pocos pasos de danza que recordaba, pero hoy sería la excepción a la regla. Cuando él se ensimismaba prefería estar lejos, distante, ausente. Cerré la puerta con cuidado de no hacer ruido y avancé hasta dejarme caer en la butaca de la entrada. Mis ojos se acostumbraron poco a poco a la luz mortecina y rebusqué en mi bolso con una mano para sacar un cigarrillo mientras con la otra intentaba bajar la cremayera de la falda que me apretaba la circulación.

No, no estaba de humor para reproches de su parte ni para ser cuidadosa con sus sentimientos. Lo evitaba tanto como él me evitaba a mí y me tragué la hiel antes de saludarlo con un escueto "Buenas tardes" No, no le perdonaría haberme despreciado aquella mañana. No le perdonaría anteponerlas a "ellas" a mí. No le perdonaría no haber cambiado en nombre del amor que sentía por él. A veces me preguntaba cuan enfermos estábamos ambos; Él para sentir gozo al asesinarlas y yo para aguantar la situación y amarlo ante todo, porque si de algo estaba segura en mi vida era de amarlo. Muchas veces envidié la veneración que sentía por todas ellas y deseé ser una más de aquellas mujeres que acababan en sus brazos. No es que no creyera que sería mi fin. Estaba tan consciente que mi vida acabría en sus brazos que, incluso, lo deseaba.

Sentía morbosa curiosidad por el dolor, el placer y sobretodo por el brillo de sus ojos. Llevé el cigarrilo hasta mi boca color cardenal y aspiré el humo a ojos cerrados y sintiéndo una conexión casi religiosa con el objeto entre mis labios. Exhalé el humo como queriendo exhalarlo a él, mi veneno personal. Mi salvador y mi verdugo ¿Dónde habían quedado mis valores? Me pregunté en voz baja mientras recordaba que el amor puede transformarlo todo.

Alguien:

Una noche más, una noche menos. Una vida más, una vida menos. Una mujer más, una mujer menos. Todo se reducía a nada, ironías de la vida. Aquellas mujeres, todas ellas me habían dado algo que yo jamás podría retribuirles y no hablaba solamente de la falacia del amor, sino de aquel regalo de inmensa gratitud. Me habían regalado sus besos, sus cuerpos, me habían regalado sus orgasmos... y yo había tomado como un regalo sus vidas. Una mujer más, una mujer menos.

Cloroformo, compañero de aventuras, dador de amantes. Oh, cloroformo, amigo inseparable.

No sabía cuanto tiempo llevaba en la esquina de mi lúgubre habitación, vagamente iluminada por la luz mortecina de la bombilla. Me hallaba cerca de la ventana, mirando hacia la calle iluminada por una que otra tintineante farola, pensando en aquella mujer que horas antes había sido mía, mi amante. Y pronto llegó ella.

Entró en la habitación en silencio y le noté por el rabillo del ojo, pero me mantuve ensimismado en mis recuerdos, reviviendo una y otra vez los besos, caricias, gemidos y gritos de aquella fémina que me obsequiase su todo, y giraba su identificación entre mis dedos. Necesitaba preservar lo más posible esa sensación. Y no es que no la amase a ella, la amaba con todo lo que podía amarla. Pero simplemente no podía quedarme y conformarme con ella, necesitaba más, necesitaba de ellas. Todas llegan a mis brazos y terminan tres metros bajo tierra.

Ella me saludó con un escueto "buenas noches" que me hizo salir de mi ensimismamiento. La odié por ello, maldita fuese ella por hacerme olvidar el sentimiento de satisfacción que recibiese minutos atrás. Maldita sea ella por no amarme, por no mostrarme cariño o interés. Maldita ella por hacerme amarla. Maldita ella por ser tan cortante. Maldito yo por amarla a ella. Y es que nuestra relación era algo enfermo, quizás morboso. Ella sabía todo sobre las otras y parecía no importarle, quizás yo tampoco le importase y fuese sólo otro loco en su vida. Pero no soy loco, soy diferente.

—Buenas noches. —respondí en un leve asentimiento, ocultando la molestia que me había causado. "¿Cuál buenas noches, maldita?" quería gritarle. Ganas no me faltaban de levantarle y abofetearla, ¿qué forma era esa de saludarme a mí? Pero me contuve. Me contuve por ese breve lapso, ¿era morboso e incorrecto que me excitara aquello?

Ella:

Alcé la barbilla en respuesta a la frialdad de su voz y deseé ser lo suficientemente fuerte para atravesar la habitación en una zancada para tomar su rostro y, mirándolo a los ojos, recordarle con las caricias de mi lengua sobre la suya de fuego que podía ser una amante mejor que las mujeres a las que le gustaba tocar. Mujerzuelas; sin mundo ni experiencia que por el sólo hecho de existir me parecían mujerzuelas. Demostrarle que mi piel era suave, cálida, dulce como la miel. Era virgen de todo salvo de él, ¿es que a caso no le significaba nada? Pero, por mucho que deseara encararlo de una vez no lo hice. No me atrevía a encararlo porque la fragilidad de mi alma me impedía dañarle. Prefería ser abofeteada por el desdén que herida por mi inocencia.

¡Maldita hora en que mis labios se habían topado con los suyos!Pasé saliva con dificultad y continué con mi tarea de quitarme los accesorios que estorbaban entre nosotros. Entrecerré los ojos y le deseé los peores horrores del mundo mientras las medias descendían por la pálida y tersa piel de mis piernas ¿Qué podría hacer con este amor que me encendía como no lo había hecho nada en mi vida de señorita? Y odié con cada fibra de mi cuerpo a ese hombre que no se dignaba a mirarme mientras me desvestía para él.

Solté un gemido intentando llamar su atención fingiendo que las medias se me habían enredado en las piernas y estaba a punto de caer. Debía castigarlo por la falta de amor y sería a su manera. Conocía su debilidad y me vengaría de él por haber destruido mi vida; Mi inocencia lo volvía loco en otros tiempos y ahora poco quedaba de ella, pero la suficiente como para aprender a usarla a mi favor. En días como esos yo era intocable para él y lo sabía. Caminé a medio desnudar mientras me soltaba el moño que me atoraba los pensamientos para dejarme caer con gracia de gacela sobre su cama y me recosté sobre sus almohadones de pluma con los labios entreabiertos. Siempre había estado consciente de mi belleza pero sólo ahora podía utilizarla. Esta noche no habría amor, sólo anhelo.

—¿Podrías ayudarme con el sujetador? —Pregunté con fingida inocencia mientras respiraba entrecortado y lo observaba con malicia. Lo haría pagar en carne, sí, su desprecio.

Alguien:

Volví a hundirme en mis pensamientos, esas noches mis pensamientos siempre estaban en el pasado de horas atrás, mis pensamientos eran para mis amantes. Era casi como un ritual silencioso de mi parte, así les mostraba el cariño que no pude darles en vida. Así que ella no existía, después ambos nos distansiábamos y terminábamos en lo que parecía una ruptura inminente, pero todo parecía arreglarse frente a una taza de café, con un cigarrillo en mano y Benedetti, Neruda, Borges, Sabines o Cortázar al aire; todo parecía a estar bien y se volvía a desmoronar, parecía un designio divino, un círculo vicioso bastante morboso entre nosotros. Ah, pero le amaba. Tenía sus momentos, pero la amaba. A veces la aborrecía, y a veces la amaba.

Volvió a sacarme de mis pensamientos con aquel gemido que había soltado en el sofá, algo bastante inoportuno y sin sentido. ¿Realmente esperaba que yo cayera en ese juego de niños? No, para nada.

Mis dedos extrajeron un cigarillo de la cajetilla que reposaba entre mis muslos, lo encendí en silencio y expulsé una bocanada de humo, recordando los sentimientos encontrados de horas atrás. Y ahí venía ella, a destrozarlo todo.

Mi mirada siguió su cuerpo casi desnudo hasta la cama a la cual se dejó caer con gracia y se recostó con los labios entreabiertos, buscando llamar mi atención. La maldecía. La maldecía porque la inocencia en ella se había esfumado, yo se la había arrebatado por completo. Y ahora parecía querer bajar a ser una de ellas, una amante más. Una vida que escurre entre mis manos, que me pertenece por poco tiempo y luego se marcha, y se olvidan.

Y ya no me quedaba de otra. Su posición, su voz, su respiración entrecortada y ese brillo en sus ojos. Sí, el brillo en sus ojos. Me tentaban su carnes, ese cuerpo que parecía flor en plena primavera. Ay de ella y ay de mí.

Avancé a la cama de forma lenta, como si no tuviese voluntad y deshice el sujetador con dos de mis dedos, mientras aspiraba un poco del cigarro y dejaba que el humo se filtrara entre mis labios. ¿Quería acaso ser una más de ellas? Podría hacerlo. Pero ay de ella.

Deseaba abofetearla por arruinarme la noche, por sacarme de mi ensimismamiento. Deseaba gritarle lo zorra que era por tratar de seducirme de esa forma. Deseaba darle el amor que tanto merecía y parecía no poder darle. Y la deseaba. Pero no podía porque ella era una flor viva, y yo era un viento abrasador, y mi corbata no combinaba esa noche.

— Es una hermosa noche.


Ella:

No respondí de inmediato, sólo me limité a sonreír con cierta satisfacción al saberme ganadora de este duelo, más no de la batalla, y regocijarme en su miseria. Él me quería, él no me tenía. Él me deseaba, yo le deseaba, yo me escabullía y así continuamos danzando entre las sábanas de seda que se interponían entre nosotros; acariciándonos con "amor" hasta acabar lo que juntos habíamos comenzado hacía un par de años. El último encuentro que tendríamos en aquella cama de sudor y lágrimas. Sí, lo había disfrutado como sólo una mujer forjada a fuego podía hacerlo pero ahora necesitaba mucho más que placer pasajero. yo quería ser la única mujer en la vida de alguien, no algo con lo que tuviera que conformarse. Quería ser el complemento…

Tendida sobre la cama, desnuda y sólo cubierta por el sudor que perlaba mi cuerpo me prometí a mí misma acabar con lo que ya estaba acabado. Sería la última vez que me tocara, que me saboreara de esa manera que sólo él sabía hacerlo. Me mantuve inmóvil y serena con los ojos abiertos humedecidos por la derrota. Mi vida, mi cuerpo y mi alma las había consagrado al hombre que daba la espalda otra vez sentado desde la butaca ¿Cuántas noches había deseado dormirme sobre su pecho? Sentir sus manos acariciando mi cabello o besando mi sien. De pronto la claridad iluminó mi -hasta ese entonces- nublada razón: Yo sólo era otro de sus juguetes. El más caro, por supuesto, el menos apetecible y menos valioso. Él no valoraba la vida, sólo valoraba la muerte. No tuve fuerzas para vestirme y recoger la poca dignidad que me quedaba y estaba repartida por la habitación junto a mis ropas, para huir de ese monstruo al que había permitido invadirme en la intimidad. Sólo me quedé ahí, tendida sobre la cama, desnuda y sólo cubierta por el sudor que bañaba mi cuerpo, y me prometí a mí misma acabar con lo que ya estaba acabado cuando aclarara.

Alguien:

Así fue como inició aquella batalla bajo las sábanas. La última, y ambos lo sabíamos. Toda esa hora fue gemidos, sudor y lágrimas. Lágrimas de ella y silencio mío. Y terminó tan pronto como empezó. Ella yacía ahora bajo las sábanas, su cuerpo desnudo perlado por el sudor estaba expuesto en varias áreas llamativas, las cuales incitarían a cualquiera a pecar, a caer en su dulce tentación. Y no importaba cuantas veces le tomara, cuantas veces mi cuerpo se amoldara entre sus piernas, yo sabía que ella jamás podría ser mía. ¿O podría? Quizás podría, podría hacerla mía.

Toda aquella charla personal transcurría mientras la observaba recostada en la cama, dándome la espalda. Dormida quizás, no estaba seguro. Ella lo era todo, y no era nada, qué complicada era nuestra relación. Bajé la vista al suelo unos instantes mientras meditaba la encrucijada donde nos hallábamos, ¿cuánto tiempo estaríamos así? ¿Meses? ¿Años? Ambos sabíamos que era un callejón sin salida desde el principio, y ahí seguíamos en las mismas redes una y otra vez, sin tregua alguna.

Ella era tan hermosa. Tan perfecta. Tan única y tan lejos de mi alcance. Sin importar que tantas veces la hubiese hecho mía, parecía no ser del todo mía. Y por eso la maldecía, porque no era mía como tantas otras lo han sido, y no podía soportar el hecho de marcharme de su vida a sabiendas que otro podría ocupar mi lugar, y ella fuese realmente suyo. Maldeciría mil veces al bastardo que tomase mi lugar. Pero no podía permitirlo.

— Ay de ti. —me lamenté por ella en voz alta. Tan dulce y frágil, tan grácil y perfecta, tan pura e inocente y no tenía aquello que merecía. Ni siquiera yo podía darle el amor que se merece. Y la vida era cruel pues el tiempo tarde o temprano llevaría a esa hermosa flor al otoño, se marchitaría y moriría. Y de tan solo pensar en sus carnes flácidas, las arrugas y los estragos que la vejez harían sobre ella me hicieron sentir un asco y repulsión por la vida, el tiempo y por mis propios huesos. Ella debía ser inmortalizada.

Avancé en la cama en silencio y le giré sobre la cama para acostarla boca-arriba. Mis piernas se centraron en sus costados y la observé mantener sus ojos cerrados, quizás fingiendo su sueño, pero no importaba. Pronto esa hermosa flor dormiría. Observé esas lágrimas sobre sus ojos, lágrimas por y para mí. Mis manos se deslizaron por esa suave piel perlada en el sudor de nuestro morboso amor, de nuestro morboso deseo el uno por el otro y se tensaron al llegar a su cuello.

— Shhhh... —musité apretando con fuerza su cuello. Mis dedos índice y corazón se cerraron sobre los músculos esternocleidomastoideos, mis pulgares apretaban sobre los tiroides y poco a poco subieron hasta el hueso hioides. Sus manos se colocaron sobre las mías mientras mis dedos se hundían y yo la miraba a los ojos. Podía ver su rostro amoratándose poco a poco ante la falta de aire, y las marcas de mis dedos pronto dejarían surcos sobre su cuello, nada que no pudiese arreglar luego.

Su mirada denotaba desconcierto y la resistencia que oponía era casi nula, como si de cierta forma se lo estuviese esperando, ¿era eso?—Tranquila... —susurré curvando mis labios en una ligera sonrisa, clavando mi mirada en los ojos para ver ese momento mágico que había visto en todas, cuando la vida se les escapaba en la mirada. —Haz sido la mejor de todas. —agregué mientras poco a poco su resistencia bajaba y el cuerpo de ella quedaba inerte en la cama, con una expresión ida y pronto su cuerpo dejó de moverse, y sus ojos fueron cubiertos por un manto cristalino.

La solté, y me quedé sentado sobre su abdomen. Le había mentido. Pero las mentiras no son buenas ni malas, simplemente son necesarias. Y esto había sido también necesario.

—Ay, amor, algún día lo entenderás... —musité alzando la vista al respaldo de la cama. —Ahora tú no entiendes pero tenía que hacerlo, ¿sabes? Tarde o temprano tu envejecerías y tu inocencia, y tu belleza, estarían perdidas. Pero no ahora, amor, porque ahora... eres eterna.

Y ahora ella yace en la cama. Su cuerpo desnudo y revelado ante mi vista. Yace con sus ojos abiertos los cuales he cerrado

Y ahora eres ternamente mía, junto con todas las otras que he admirado. Eternamente mías.


- Alguien en algún lugar.





2 comentarios:

  1. Eres tan condenadamente bueno. Digamos que si fueses el psicópata, te dejaría matarme sólo por lo bien que relatas.

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  2. ¡Me encantó! Es maravillosa la redacción, y a decir verdad la emblemática historia me hizo estremecer. ¡Eres genial, me gustaría conocerte! Coincido con Begoña y te confieso que soy tu fiel admiradora.

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