lunes, 12 de marzo de 2012

Había una vez, él y ella.

Había una vez un él y una ella. Cuando se conocieron  ella aún era esclava de sus sentidos, quería las frivolidades y amaba las luces de la disco, hasta que cedió ante sus engaños. El tiempo transcurrió, una emancipación del alma ocurrió, lentamente, casi imposible notarla. De pronto se encontra en ella en una boda, y al verse vestida de blanco se dio cuenta de que era la suya, temerosa y contenta con miedo por lo qué sucedía, decepcionada de todo. La vida era gris.

Los días transcurrieron, uno tras otro, ella seguía creciendo pero él estaba ahí, incapaz de ver má allá de sus sentidos, de ver la belleza en la nada, aferrado a lo material no podía apreciar un atardecer, una tarde de lluvia, un desayuno en la cama. Lo hacía feliz ver televisión y ahorrar.
Ella leía, escribía, soñaba, creaba, daba matices a todo cuanto tocaba.

Él de la tierra, sólo de la tierra, aferrado a la tierra, ella  de todos los mundos existentes y productos de su imaginación.

Las conversaciones eran imposibles: Ella recitaba, él bostezaba; ella escribía , él dormía; ella leía, él comía. Ella llegó a creer por un momento que la vida que él tenía era la correcta, la mejor, y decidió acompañarlo. De pronto, como una cachetada al alma, como una tormenta, como un estómago que vomita lo que no podía estar más ahí, a ella no le agradaba.

Fue a algunas librerías y encontró una especial, más especial aún un estante que se titulaba "amanecer". Perfecto, olía como su nombre a amanecer, a nuevo, sus libros eran perfectos, pareciera que tenía ojos y boca para besar. Decidió dedicar sus días a cuidar de ese estante, de su contenido, esos libros tan libros. Bebía los textos, los amaba.

Ella y él se fueron a donde les correspondía, él por el indicado; ella por el que decidió crear.
Y vivieron felices para siempre...

- Liliana Mayorga.




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